lunes, 2 de marzo de 2009

Bienvenidos a la jungla del glamour

Roberto Pettinato sostiene que es periodista, en la forma en que "lo son todos en Argentina: alguien que no estudió pero que corrió bajo los gases lacrimógenos". Algo similar pasa con las wedding planners, organizadoras de bodas en la traducción local. Son muchas las que se autoentregaron el diploma después de haber trajinado un par de salones en las que eludieron, con mayor o menor éxito, esquirlas de fin de fiesta.
También están las otras, las que agregaron esa chapa con oficio foráneo a su puerta después de haber sido durante décadas "la mujer que hace desde cumpleaños hasta casamientos y presentaciones de productos porque es una persona muy organizada".
Pero el consorcio está alborotado. Es que ambos grupos mantienen una convivencia forzada con otras vecinas: las que se prepararon a conciencia para armar una empresa que da cuerpo a su función de hada madrina y les permite consolidar una estrategia de negocio sustentable como prestadora de servicios aunque algún día llegue el apocalipsis del enlace y ya nadie decida casarse.
En este universo heterogéneo, hay historias fascinantes, hay imprevistos resueltos con maestría, hay profesionalismo, hay esfuerzo. Pero no todo lo que brilla es strass.
Las primeras wedding planners surgieron formalmente bajo ese rótulo en Argentina aproximadamente en el año 2000. Replicaban por entonces tímidamente la modalidad repetida en las bodas norteamericanas, donde el 70% de las fiestas de casamiento pasa por las manos de una organizadora.
En Estados Unidos, la tarea se masificó en los ´90 como una derivación de la contratación de terceros para planificar fiestas corporativas bajo el concepto de un verdadero espectáculo. La tradición del wedding planner, de todas formas, tiene orígenes más antiguos, porque la figura del organizador existe desde tiempos inmemoriales en las bodas de la realeza.
El paradigma de este trabajo bajo el modelo actual es el exhibido por Jennifer López en su protagónico del film "The wedding planner", que en el país se conoció como "Experta en bodas". En esa película, la caderona actriz interpretaba a Mary Fiore, una organizadora hiperkinética, obsesiva y un poco mandona que, cual Mac Giver de los enlaces, recurre a un clip de pelo para poner a punto un escote rebelde, le ordena al cura que está por oficiar una ceremonia que no puede ir al baño, y –como si integrara el grupo SWAT- luciendo un auricular en su oreja es capaz de ordenar un "Todos a sus puestos" y un "Cúbreme", sin que se le despeine el rodete.
En el interior de su saco tiene hisopos, carretes de hilo de distintos colores, broches, agua termal, calmantes, alicate, mentitas para combatir el mal aliento, pegamento instantáneo y vodka. "Es todo mi universo", dice. Sabe cuál es la combinación exacta de limón y sal para sacar los vestigios de la crema autobronceante, le pasa letra al padrino para que arme su cursi speech y se jacta de poder predecir con exactitud cuánto tiempo durará una pareja con sólo verla en la boda.
Claro que esta directora de las orquestas nupciales de San Francisco tiene un flanco débil: se enamora del futuro marido de su próxima clienta.
Estereotipadas o no, ninguna de sus réplicas locales alude a su trabajo como un oficio, es decir como un saber que se adquiere con la práctica. Quizás porque les parece más marketinero, todas lo definen como una profesión. Suena como algo más certificado.
El motivo más repetido que esgrimen quienes las contratan es la falta de tiempo para planear un casamiento. Por una cuestión cultural, en Argentina sigue recayendo mayoritariamente sobre las mujeres la responsabilidad de ponerse la fiesta al hombro. Pero no sólo ellas están cada vez más ocupadas en sostener girando en simultáneo sobre las varas los platillos del trabajo, la familia y el estudio, sino que además con la incorporación incesante de más y más rubros con los que enriquecer la celebración, no hay agenda ni cerebro capaz de barajar tanto dato, tanto presupuesto, tanto proveedor.
El huevo y la gallina de esta industria, entonces, fueron y son las mujeres -como protagonistas mayoritariamente de la demanda y a la vez de la oferta de wedding planners- y el descubrimiento de una oportunidad comercial. Las mujeres son el motor del negocio y lo retroalimentan. Unas pagan (o le ordenan pagar a su futuro marido) un servicio seducidas por la posibilidad de tener más certezas de disfrutar y no padecer la inminente fiesta. Y por la personalización -o la customización, dicen los estrategas del marketing- que no es otra cosa que prometer un producto a medida, que supuestamente refleje la identidad de los anfitriones y a su vez no insista con ideas ya remanidas, quemadas en bodas anteriores.
Las otras, las que lo venden, saben que si bien por ahora hay mercado para muchas, la selección natural de las especies hará que sólo las más aptas sobrevivan.

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